Uno, dos ultraviolento – La Naranja Mecánica – Nadsat
Desde que escuché la canción por primera vez (allá por los 80’s), había partes en la letra que no alcanzaba a entender, pensé que a lo mejor eran jerga de Argentina, y con el tiempo le perdí un poco el interés, aunque cada vez que la volvía a escuchar renacía el deseo por descifrar las palabras en muchos casos sin exito…
Uno, dos ultraviolento
Los Violadores.
Uno, dos ultraviolento.
Uno, dos ultraviolento.
Uno, dos ultraviolento.
Uno, dos ultraviolento.
Varias debotchas/muchachas caminan por ahí
mueven sus scharros/nalgas con frenesí
los málchicos/muchachos de cuero nos queremos divertir
con mis drugos/amigos al ataque vamos a ir.
Y ahora qué pasa, eh?
Y ahora qué pasa, eh?
Y ahora qué pasa, pasa:
Uno, dos ultraviolento.
Sin militsos/Policia en la esquina es más fácil para mí
el dremcrom/la doga en la goloba/cabeza me hace decidir
la de grudos/pechos más bolches/grandes la quiero para mí
crobo/sangre rojo entre sus lapas/patas les haremos salir.
Y ahora qué pasa, eh?
Nos quieren transformar, no lo lograrán
no lo lograrán. No, no lo lograrán.
No, no.
Tiempo después un amigo me dijo que las palabras en cuestion provenían de la película «La Naranja Mecánica» (A Clockwork Orange) de Stanley Kubrick, y efectivamente, al ver la película logré encontrar las concordancias, deduciendo algunos significados, pero aún así quedaban algunas palabras en el aire; navegando por internet (en realidad lo hice hace un tiempo, pero recién termino el post) me encontré con algunas páginas con los significados de las palabras de este peculiar lenguaje Nadsat.
En la novela de Anthony Burguess titulada “La naranja mecánica”, base literaria de la célebre película del mismo nombre dirigida por Stanley Kubrick, el protagonista es Alex, joven de 15 años y líder de un grupito de muchachos que siembran el terror en las calles de un Londres intemporal donde a veces y para la guerra nocturna las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos. Alex habla una mezcla de inglés y de nadsat, la jerga de estas pandillas juveniles.
Él y sus drugos (amigos) se enfrentan a otras pandillas, consumen galones de leche adobada con drogas, visten a la última moda, asaltan y tolchocan (golpean) salvajemente a los viejos, se regocijan haciendo manar el crobo (sangre) de sus víctimas y se entregan sin reservas a un hedonismo primitivo y sin límites.
En uno de sus pasajes, Burguess pone en boca del joven Alex la siguiente anécdota: Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con BillyBoy y sus cinco drugos. Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente.
Nadsat es una jerga juvenil inventada por Anthony Burgess para su novela La Naranja Mecánica. Ésta toma gran parte de sus términos de lenguajes eslavos, sobre todo el ruso. En realidad fue popularizada por la versión cinematográfica de Stanley Kubrick (aunque esta se denota mucho mas en el libro que en la pelicula). En la película se realiza una depuración y adaptación de los términos para facilitar la comprensión de los espectadores. Debido a la influencia de la película, algunas palabras como drugo (amigo), Bogo (Dios), moloco (leche), glaso (ojo) se usaron algún tiempo entre los jóvenes de la época, aunque de forma muy limitada y no terminaron de calar en el lenguaje popular.
Diccionario Nadsat
Apología*= disculpas
Bábuchca= anciana
Besuño= loco
Biblio= biblioteca
Bitba= pelea
Bogo= Dios
Bolche= grande
Bolnoyo= enfermo
Boloso= cabello
Brachno= bastardo
Brato= hermano
Bredar= lastimar
Britba= navaja
Brosar= arrojar
Bruco= vientre
Bugato= rico
Cala= excremento
Cancrillo*= cigarrillo
Cantora= oficina
Carmano= bolsillo
Cartófilo= papa
Clopar= golpear, llamar
Cluvo= pico
Colocolo= campanilla
Copar= entender
Coschca= gato
Coto= gato
Cracar*= golpear, destruir
Crarcar*= aullar, gritar
Crastar= robar
Crichar= gritar
Crobo= sangre
Cuperar= comprar
Chai= té
Chaplino*= sacerdote
Chascha= taza
Chaso= guardia
Cheloveco= individuo
Chepuca= tonteria
China= mujer
Chisna= vida
Chistar= lavar
Chudesño= extraordinario
Chumchum= ruido
Chumlar*= murmurar
Débochca= muchacha
Dedón= viejo
Dengo= dinero
Dobo= bueno, bien
Domo= casa
Dorogo= estimado, valioso
Dratsar= pelear
Drencrom*= droga
Drugo= amigo
Duco= asomo, pizca
Dva= dos
Eme*= mamá
Filosa= mujer
Forella= mujer
Fuegodoro*= bebida
Gasetta= diario
Glaso= ojo
Gloria*= cabello
Glupo= estúpido
Goborar= hablar, conversar
Goli*= unidad de moneda
Golosa= voz
Golová= cabeza
Gorlo= garganta
Grasño= sucio
Gronco= estrepitoso, fuerte
Grudos= pechos
Guba= labio
GuIar= caminar
Gufar= reir
Imya= nombre
Interesobar= interesar
Itear= ir, caminar, ocurrir
Joroschó= bueno, bien
Klebo= pan
Lapa= pata
Litso= cara
Liudo= individuo
Lontico= pedazo, trozo
Lovetar= atrapar
Lubilubar= hacer el amor
Málchico= muchacho
Malenco= pequeño, poco
Maluolo*= mal, malo
Maslo= mantequilla
Mersco= sucio
Meselo= pensamiento, fantasía
Mesto= lugar
Militso= policía
Minuta= minuto
Molodo= joven
Moloco= leche
Mosco= cerebro
Munchar*= masticar, comer
Nachinar= empezar
Nadmeño= arrogante
Nadsat= adolescente
Nago= desnudo
Naito= noche
Naso= loco
Niznos= calzones
Nocho= cuchillo
Noga= pie, pierna
Nopca= botón
Nuquear= oler
Ocno= ventana
Ochicos= lentes
Odinoco= solo, solitario
Odin= uno
Osuchar= borrar, secar
Pe*= papá
Pianitso= borracho
Pischa= alimento
Pitear= beber
Placar= gritar
Platis= ropas
Plecho= hombro
Plenio= prisionero
Plesco= salpicadura
Ploto= cuerpo
Poduchca= almohada
Polear= copular
Polesño= útil
Polillave*= llave maestra
Ponimar= entender
Prestúpnico= delincuente
Privodar= llevar, conducir
Ptitsa= muchacha
Puglio= miedoso
Puschca= arma de fuego
Quilucho= llave
Quischcas= tripas
Rabotar=trabajar
Radosto= alegrla
Rascaso= cuento, historia
Rasdrás= enojo, cólera
Rasrecear= trastornar, destrozar
Rasudoque= cerebro
Rota= boca
Ruca= mano, brazo
Sabogo= zapato
Sacarro= azúcar
Samechato= notable
Samantino= generoso
Sarco*= sarcástico
Sasnutar= dormir
Scasar= decir
Scolivola*= escuela
Scorro= rápido
Scotina= vaca
Scraicar= arañar
Scvatar= agarrar
Schaica= pandilla
Scharros= nalgas
Schesto= barrera
Schiya= cuello
Schlaga*= garrote
Schlapa= sombrero
Schlemo= casco
Schuto= estúpido
Silaño*= preocupación
Siny= cine
Sladquino= dulce
Slovo= palabra
Sluchar= ocurrir
Slusar= oír, escuchar
Smecar= reír
Smotar= mirar
Snito= sueño
Snufar*= morir
Sobirar= recoger
Sodo*= bastardo
Soviet= consejo, orden
Spatar= dormir
Spachca= sueño
Spugo= aterrorizado
Staja*= cárcel
Starrio= viejo, antiguo
Straco= horror
Subos= dientes
Sumca= mujer vieja
Svonoco= timbre
Svuco= sonido, ruido
Synthemesco*= droga
Talla= cintura
Tastuco*= pañuelo
Tolchoco= golpe
Tuflos= pantuflas
Ubivar= matar
Ucadir= irse
Uco= oreja
Uchasño= terrible
Umno= listo
Usy= cadena
Varitar= preparar
Veco= individuo, sujeto
Velocet*= droga
Vesche= cosa
Videar= ver
Vono= olor
Yajudo*= judío
Yama= agujero
Yarboclos*= testículos
Yasicca= lengua
Yecar= conducir un vehículo
A propósito, sabías que el bar que aparece en la película es el Voloko, el mismo bar de «Trainspoting»?
o que Stanley Kubrick solicitó a la agrupación Pink Floyd, utilizar la música de su disco «Atom Heart Mother» para la película, pero la banda lo rechazó.? Esta y más notas curiosas en: Curiosidades de la Naranja Mecánica.
¿Por qué subimos cerros? La ascensión número cien al cerro Manquehue, bien
puede ser una excusa para sondear esta pregunta un tanto inabarcable.
·3 junio, 2025
·29 mins de lectura
Cerro Manquehue, una
ilustración
Mateo Couve. Sin
título. Acuarela sobre papel, 10 x 15 cm, 2025.
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A Pablo Chiuminatto, por todas las ideas y todas las acciones
La selección natural nos ha diseñado —desde la estructura de nuestras
células nerviosas a la estructura del dedo gordo del pie— para una trayectoria
de caminatas estacionales a través del abrasador territorio del matorral o del
desierto.
Bruce Chatwin, Los trazos de la canción
¿Y si nos vamos al
cerro? La alarma a las cuatro y media de la mañana, un sábado de diciembre, me
sacó sorpresivamente del sueño. Después de unos segundos de rebeldía contra
planes que, con exceso de optimismo, yo mismo diseño, moví suavemente a mi
esposa susurrándole que ya era hora. Luego desperté a los niños, uno a uno,
motivándolos con la promesa de cumbre a pesar de la oscuridad. Nos vestimos
rápidamente y, medio dormidos, apuramos un desayuno necesario para resistir la
expedición. Aparenté desentenderme de sus caras de desacuerdo. Qué cosa tan
importante podría estar pasando que el papá me saca de la cama a esta hora,
parecían decir. Al menos, pensaba, no iba a disponer de autoridad por mucho más
tiempo para empujar proyectos familiares de este tipo, así que era mejor
aprovecharla. A las cinco y cuarto estábamos estacionados esperando al segundo
grupo, y a las seis ya habíamos comenzado el ascenso al cerro Manquehue por Vía
Roja, su acceso más transitado. Se trataba de una excursión especial, pues
había convencido a un equipo de once personas –señora, hijos, hermanos,
sobrinos, pololas– de acompañarme en el ascenso número cien desde que comencé a
registrarlos en una pequeña libreta con un pajarito amarillo en su portada.
Durante la pandemia se me ocurrió
subirlo por primera vez para despejar la cabeza de los líos y dificultades del
Ministerio de Ciencia, que entonces dirigía. Lo repetí varias veces en dos o
tres días, como para convencerme que ascender ese gigante de mi niñez era un
objetivo alcanzable. No me detuve más, conmovido por la invitación de las
montañas a transformar lo que en un inicio parece imposible en algo posible
gracias a la simple capacidad humana de dar un pequeño paso tras otro.
“Disciplina es lo imposible conquistado por la obstinada repetición de lo
posible”, dice Frédéric Gros.
Una de las ventajas de subir en grupo
antes del amanecer es aplacar el miedo del inicio en penumbra. Más que las
dificultades de la montaña, en solitario atemoriza la oscuridad. Llenan de
ansiedad los leves crujidos de los matorrales que se amplifican con el silencio
de la mañana, las sombras que se cruzan sin aviso con el movimiento de la
linterna frontal, o ese reflejo, el eye shine, que genera la misma
linterna en una delgada película de la retina de algunos animales que actúa
como un espejo para mejorar su visión en la oscuridad, su tapetum lucidum. Un crepúsculo de miedo a lo natural y a lo sobrenatural.
Después de un esfuerzo colectivo,
haciendo relevos para motivar a las más pequeñas y luego de un par de pausas
para tomar agua y mirar la ciudad, alcanzamos la cima polvorienta del cerro en
una hora y media. Aunque lejos de ser una proeza geográfica, de esas que
conquistan las portadas de revistas especializadas y convierten a sus
protagonistas en héroes de la gravedad, celebramos alegremente con un par de
perros haciendo esfuerzos por aparecer en el retrato obligatorio de cumbre.
He alternado entre metas muy distintas
durante los ascensos. Al principio me propuse sólo alcanzar su cumbre; luego
alcanzar su cumbre sin detenerme; más tarde vencer neuróticamente marcas de
tiempo; o subir con objetivos más sensibles para descifrar distintos códigos de
su naturaleza. En uno de mis primeros ascensos, y ya pronto a salir del cerro un
domingo en la mañana, me encontré con una joven subiendo con lápices,
cuadernos, libros, reglas, todo fuera de la mochila donde me imagino llevaba
además agua y una fruta. “¿Dónde vas con tantos materiales?” le pregunté. “A
estudiar“, me dijo. Y cuando ya había quedado atrás remató: “… ¡a las
personas!”.
Al Manquehue acuden principalmente
excursionistas. Algunos llevan años subiendo y reflexionando. Los veo
repetidamente con su sentido de propiedad del cerro: suben su cerro. Lo visita también un jinete silencioso, proveniente del rancho
patagónico que sobrevive en la ladera que baja hacia Santa María, que se pasea
temprano en su caballo siguiendo senderos por la cota junto a un perro de
campo. Atrae a deportistas que suben y bajan a velocidades imposibles, a
escaladores que se desvían en el estacionamiento antes de unirse a aquellos que
siguen senderos, a grupos familiares con mascotas y equipo inadecuado, a
parejas recientes –una al menos he sabido que, manta en mano, subió
premeditadamente para hacer el amor en la cumbre–, y extranjeros que disfrutan
un espacio de encuentro con sus compatriotas después, me imagino, de otra
espinosa semana de aclimatación en el país. Por su exigencia y cercanía a la
ciudad es ideal para entrenar con frecuencia, ya sea en preparación para
expediciones de mayor envergadura o en el purgatorio de tiempo que queda
abandonado entre ellas.
Vista del Manquehue desde el cerro Alto de las
Vizcachas. Fotografía de Andrés Couve, 2024.
A los visitantes frecuentes se nos hace
difícil, después de un tiempo, no nombrar obsesivamente los rincones para
registrar nuestro avance en el sendero. Porque nombrar ayuda a comprender,
incorporando lo desconocido a nuestra esfera de acción. Los aborígenes
australianos relatan que sus ancestros totémicos vagaban por el continente en
tiempos-de-sueño, cantando los nombres de todos los hitos del camino, gestando
fluidamente la creación del mundo a partir de hilos geográficos invisibles.
Transformaban sus mapas en canciones, trazos, para orientarse en el vasto
laberinto del territorio, traspasando de generación en generación su mítica
cartografía musical. “Tengo una visión de los trazos de canción extendiéndose a
través de las eras y los continentes; que dondequiera que los hombres hayan
caminado, han dejado un rastro de canción (del cual, de vez en cuando, podemos
captar un eco)”, escribe Bruce Chatwin en Los trazos de la canción.
Existen varias alternativas para subir
el Manquehue. Desde Agua del Palo, un trayecto largo y empinado, donde la
flexión máxima del tobillo no alcanza para vencer el ángulo del sendero.
Mediante travesías desde el Carbón o el Peñón. Desde La Dehesa, con sectores de
caminata y luego un escarpado cúmulo de rocas colgantes para trepar hasta la
zona poniente de la cumbre. Me cuentan que la ruta directa por la cara sur es
la más difícil y técnica, con rocas inseguras que se desprenden con facilidad,
pero la verdad es que nunca me he aventurado.
La que más empleo es la de Vía Roja, a
veces cortando las esquinas para avanzar más rápido, otras con tiempo para
apreciar cómo amanece la cordillera con su corona anaranjada. La canción-mapa por el acceso de Vía Roja tendría versos que hablan del “portón
metálico“, del “puente de gallinero“, del “quincho presumido“, de la empinada
ladera “recte ad ardua“ apenas iniciado
el sendero, del “río seco”, del “parque” –donde muchas veces corre una brisa
tibia y, si se tiene un poco de suerte, desde una pequeña banca bajo los
árboles se sienten los potreros repletos de flores–, de la “bifurcación” donde
se separan los excursionistas dependiendo de la exigencia a la que se someten
voluntariamente, de la “emboscada”, un sitio ideal para los maleantes, la
“montura”, una alternativa al portezuelo, el “istmo”, el “mirador sobre un
tronco” para tomar un respiro, el “giro rocoso amplio”, el “giro estrecho”, la
“horquilla de raíces” erosionada y resbalosa en el calor del verano, la “escalinata
corta de rocas”, la “cortapluma”, porque hay que dar unos pasos para allá,
otros para acá y otros más para allá, la “escalinata larga”, el “tobogán”, que
exige el movimiento de un ninja, la “falsa cumbre” –o “el lugar donde mueren
los hombres” como me dijo una amiga que probablemente ha subido mucho más veces
que yo–, las “rocas para las manos” –el mejor lugar para resolver problemas
cuando el cansancio ya ha dado pie a la respiración rítmica y a la meditación
del presente absoluto–, el “lecho de las piedras sueltas”, el “lecho de las
piedras apretadas”, que muestra la roca más desnuda en la altura expuesta a la
erosión, ya casi estamos… el “serpenteante sendero a la cumbre”, que aparece
como una señal de esperanza, la “última vuelta”, las “rocas del viento”, la
“cumbre de los cóndores”, y la “cumbre de la placa”, en homenaje al montañista
chileno fallecido en el K2, Juan Pablo Mohr, que inició su pasión por las
montañas en este cerro menor aunque severo.
Pero esta es sólo una estrofa de la
canción que construyen las miles de almas que deambulan por sus senderos, por
sus jardines salvajes y sus bosques esclerófilos a tiro de piedra de la ciudad.
Las imagino cantando cada árbol, cada raíz, cada piedra y cada pendiente
desgastada, mientras los vientos fríos, más intensos en la cima aplanada,
soplan desde la cordillera.
Como ocurre en casi todos los cerros,
unas pocas personas nunca bajan: por accidentes, o simplemente porque no todos
los corazones resisten todo el tiempo. Caídas en quebradas, desorientación en
la niebla, separación del grupo de expedición o paros cardíacos hacen que aún
en un cerro urbano como este la muerte esté presente. Rescatistas cierran el
perímetro y de pronto aparece una animita o un pequeño homenaje de recuerdo.
Una condición física y fisiológica extraordinaria no es suficiente para
garantizar un escape de las montañas, nadie es inmortal, menos en las alturas.
En el Manquehue, uno de los cerros más
visitados de Chile, dos carteles dan la bienvenida a los excursionistas:
“Propiedad en venta” dice uno; “Lo Curro no es ni da ingreso a los cerros del
sector”, el otro. ¿Qué buscamos con tanta perseverancia desafiando exigencias,
riesgos y restricciones? ¿Qué misterios anhelamos descifrar cerro arriba que
justifiquen el esfuerzo?
Símbolos y rocas
Así, simplemente mirar cualquier cosa, como una montaña, con el amor que
penetra su esencia, es ampliar el dominio del ser en la inmensidad del no ser.
Los seres humanos no tienen otra razón para su existencia.
Nan Shepherd, La montaña viva
Rodrigo Fica, montañista y escritor
chileno, asegura que lo único más inútil que subir cerros es intentar
justificar por qué lo hacemos. Estar ahí pareciera ahogar cualquier necesidad
de justificación. Una postura pragmática. Pero no alcanza para vencer la obstinación
instintiva de la búsqueda, ni para evitar la constante interrogante sobre qué
es lo que seduce. Indaguemos en posibles razones.
Mañkewe, lugar de cóndores, guardián del
valle de Santiago, y dibujo de su esquiva identidad. Oratorio precolombino Apu
Mañke (espíritu sagrado de la montaña de cóndores), visible desde gran parte
del valle central y colosal desde las cercanías como Vita Kura (roca grande) o
el Apu Kintu o Kinde (espíritu sagrado de la montaña del colibrí o de la
ofrenda de coca). Colores azules tiñen su irregular y accidentado torso
descabezado. Macizo y vertical, se yergue seguro mirando al río Mapocho que ha
esculpido sus faldas, formando una escarpada rampa de grietas y farellones
hacia los cielos estrellados del norte.
A pesar de su mediana altura, la cumbre
del Manquehue entrega vistas nítidas –si la calidad del aire lo permite– en
todas direcciones: la Cordillera de los Andes, la Cordillera de la Costa, los
cerros isla y la metrópolis que arde a sus pies y se extiende baja, gigante y
gris hacia el sur. Es la primera señal de los manchones verdes de cultivos
cuando se accede a Santiago después de atravesar volando el desierto.
Una multiplicidad de perspectivas lo
hacen parecer a veces un volcán, otras, si se mira desde el este o el oeste, una
pirámide. Desde el sureste asemeja una figura de cartón con sus cumbres
cercanas, formando un relieve de origami, cual esfinge o gigante sentado con
sus brazos extendidos acogiendo el valle a sus pies. Otros argumentan que se
trata de un gran cóndor mostrando su envergadura alar. Desde el cerro el Peñón
se tiene una vista particular, pues se aprecia su espalda ancha junto al filo
del Carbón, mucho más pequeño, ambos mirando Santiago con actitud reposada a
pesar del frenesí de la ciudad. El Manquehue es tan vasto que no es difícil
perderse entre sus quebradas incivilizadas, aun después de haber deambulado por
sus laderas durante años.
Los miradores del Manquehue y su cumbre
permiten acompañar los ciclos de la ciudad. Ciclos diarios, cuando se apagan o
encienden las luces y emerge el ronquido constante de la actividad urbana.
Estacionales, con solsticios calurosos e incendios que pintan el aire de
amarillo, dificultan la respiración y dejan los ojos picantes. O invernales
cuando la cumbre se vuelve ventosa, acumula un poco de nieve, y exige abrigo o
un descenso inmediato.
A 1.638 metros sobre el nivel del mar el
Manquehue, con sus compañeros, forma parte de los cerros islas de valle de
Santiago, cumbres que aún sobresalen, como puntas de icebergs, de la cama de
depósitos que han arrastrado los ríos desde la Cordillera de los Andes. Tiene
vecinos de menos altura y menos notoriedad, como el Carbón, el cerro Peñón, el morro
Gordo, la Región, el Manquehuito y el morro Lo Curro.
Hace millones de años una intensa actividad magmática en las profundidades
de este rincón de la Tierra generó erupciones en la superficie dando origen a
volcanes y rocas extrusivas. La misma actividad produjo enormes acumulaciones
subterráneas, que mediante plutonismo forjó lo que se denominan cuerpos
intrusivos, que se forman cuando el magma no alcanza la superficie. Actividad
volcánica y actividad plutónica en una cuenca que se hundía al mismo tiempo
entre las cordilleras. Una joven batalla de 30 millones de años entre Vulcano y
Plutón, dioses paganos del fuego expulsado y del inframundo con fuego oculto,
que dibuja nuestros paisajes1.
Hoy vemos la roca ígnea plutónica del
Manquehue asomarse como un gigante victorioso en medio de los vestigios
desgastados y las raíces geológicas del vulcanismo del barrio. Su magma
solidificado, probablemente en la chimenea del antiguo estratovolcán enterrado,
ha permanecido como un núcleo resistente, mientras que la erosión ha debilitado
sus paredes más blandas y ha disminuido la estatura de sus vecinos.
Raymond Monvoisin. Detalle de Don Dámaso
Zañartu y su familia en la chacra de Manquehue. Óleo sobre tela, 1844.
La literatura técnica plantea que esta antigua intrusión está compuesta de
una roca ígnea que combina un porcentaje menor de hornblenda y una fracción
dominante de plagioclasa, en una matriz de feldespato, cuarzo y otros
minerales. Las características granulares de la roca del Manquehue son más
finas hacia la cumbre y más gruesas en sus faldas. Su antigüedad se calcula
entre 16,7 y 20,3 millones de años, en el Mioceno temprano, y corresponde al
producto del último de tres episodios volcánicos, que anteriormente generaron
otros cerros isla, como el Renca, el San Cristóbal y el Santa Lucía, que hoy
descansa en medio del bullicio del centro de Santiago.2
Para aquellos entusiastas de la montaña,
o al menos de su literatura, las rocas de su ladera sur evocan las fotografías
intimidantes del Eiger, la montaña mítica y bestial de los Alpes Suizos, que, a
pesar de su trágico historial, se inserta en la fascinación simbólica de los
que desafían las pendientes. Ambos, como muchos otros cerros, pertenecen a
imaginarios. Para los santiaguinos el cerro no es solamente una parte del
paisaje urbano, sino una pieza del territorio mental. Lo aborda de forma
trascendente Martín Gubbins en su poema “Contornos de Chile”:
Mis tierras
Se elevan
Enormes
Inmensas
Masivas
Monumentales
Montañas
Pináculos
Montes
Mapean
Demarcan
Dominan
Confinan
Soportan
Mis tierras.
Pero el Manquehue, como otras montañas
monumentales, se desvanece y se nubla detrás de nuestras preocupaciones
inmediatas, porque lo damos por sentado. Y aún si nos propusiéramos iluminarlo
en nuestra psicología metropolitana nunca podríamos tener una comprensión total
de sus expresiones. Es mejor asumir que, por presente que esté y por visitado
que sea, va a mantener siempre el secreto de un centinela de piedra que atrae
una y otra vez la mirada intencionada.
Fisiología de excursiones
Pero el llamado a subir un cerro como el
Manquehue pareciera residir, quizá más concretamente, en sentirse bien o, tal
vez, en pensar bien. “El ritmo sostenido del movimiento en una larga subida
juega su parte en generar una sensación de bienestar físico, y esto no puede
capturarse por ningún modelo mecánico de ascenso”, dice Nan Shepherd en su
libro La montaña viva.
Sería pretencioso asumir algo de
originalidad al plantear que el caminar y la exploración, ya sea dentro del
propio jardín o en un nuevo continente, produce una íntima efervescencia
creativa. Lo resume Frédéric Gros en Caminar, una filosofía, en el cual además de
describir las tácticas de decenas de pensadores como Nietzsche, Rimbaud, Kant,
Rousseau y Thoreau para gatillar la imaginación y el análisis, se adentra en
las diferencias que existen entre una idea que se origina desde el caminar, de
aquella que nace de un escritorio sistematizando otras ideas que también se han
originado desde escritorios. Lo cierto es que los ascensos, especialmente
aquellos que permiten la meditación rítmica, que con frecuencia acompaña la
marcha automática, imparten una luminosidad a la actividad mental que facilita,
entre otras cosas, despejar la paja del trigo, priorizar tareas o solucionar
problemas y enredos.
Esta sintonía entre pensamiento y movimiento es una invitación a explorar
cómo se afectan, y si mejoran, nuestras capacidades cognitivas en excursiones
entre pendientes. La relación ha sido un activo campo de estudio en
neurociencia desde los inicios del siglo XX. Ya en las décadas de 1920 y 1930
se experimentó con ejercicios cortos e intensos evaluando aspectos de desempeño
como memoria asociativa, nuestra capacidad de recordar relaciones entre
cuestiones no emparentadas3. En general los
efectos durante la actividad física (la literatura diferencia lo que ocurre una
vez finalizado el ejercicio) parecen ser pequeños y dependientes del tipo, la
intensidad y duración del ejercicio. Por lo general, intensidades cercanas a
las capacidades máximas tienen efectos negativos sobre las funciones ejecutivas
(aquellas que facilitan conductas ordenadas y orientadas a objetivos concretos)
y la evidencia es confusa para algunas funciones no ejecutivas (aquellas que no
están relacionadas con el control activo de la conducta, la planificación o la
toma de decisiones complejas), como la memoria de trabajo. Por el contrario,
ejercicios moderados mejoran consistentemente la inhibición, nuestra capacidad
de suprimir respuestas a estímulos irrelevantes, y la flexibilidad cognitiva,
que permite el pensamiento divergente y alternar entre estados mentales, tareas
y estrategias. Además, el ejercicio intenso o máximo pareciera mejorar funciones
como la atención y el aprendizaje.4
Probablemente estos efectos tengan
relación con la irrigación, la liberación de ciertos neurotransmisores,
factores tróficos u hormonales, y al menos con la circuitería cerebral del
estado de alerta. Lo que todavía falta por comprender a nivel cognitivo es un
universo. Pero es atractivo pensar que mejoras en la atención, en la
divergencia y en ciertos tipos de memoria abren las opciones a conocer y
permiten solucionar mejor los problemas durante los ascensos.
La fisiología de lo que ocurre en el descenso debe ser muy distinta, pues
nada puede desviar la atención de las “neuronas de agarre”, un nombre de
fantasía para referirse a aquellos circuitos dominantes cerro abajo, cuyo único
objetivo es asegurar la secuencia, fuerza y precisión de los pasos sobre las rocas,
para evitar que esa pequeña piedra suelta se cuele bajo la suela del zapato y
nos haga perder el equilibrio, con las consecuencias físicas –y al decoro– de
una caída estrepitosa. “Descender por crestas rocosas y pendientes de acarreos
es una especialidad en sí misma. Es parecido a un baile irregular –que cambia
constantemente–, un paso al andar sobre losa y piedrecillas. La respiración y
la vista siempre siguiendo este ritmo desigual. Jamás regular o como un reloj,
pero La mirada alerta, observando hacia adelante, eligiendo los puntos de apoyo
de lo que ya viene, sin nunca perder el paso del momento. La conexión entre
cuerpo y mente está tan sincronizada con este mundo accidentado, que realiza
los movimientos sin esfuerzo una vez que se adquiere algo de práctica. La
montaña sigue el ritmo de la montaña”5. De esta forma emula
en palabras el poeta Gary Snyder, en La práctica de lo salvaje, la relación entre
mente, cuerpo y montaña, y el ritmo sincopado y a contratiempo que exige la
bajada entre rocas. Así, deja entrever aquellos circuitos neurales super
dirigidos a vincularnos estrechamente con la pendiente y sensibles a diminutas
interferencias.
Memorias
La sola presencia del Manquehue también
nos une en recuerdos. En un breve ensayo del libro Los cuadernos de Fritz Kocher, Robert Walser escribe: “He vivido en ella [la montaña] tantas y tan
hermosas mañanas, tardes, e incluso noches, que me resulta difícil resumir todo
esto con la pluma y en una sola hora”.
Como tantos, crecí con el Manquehue como
telón de fondo vigilando mis juegos infantiles. Está presente mientras aprendía
a andar en bicicleta, cuando tirábamos un skate con una cuerda desde esa misma bicicleta, cuando jugábamos tiro al
arco contra los muros de las casas, cuando intentábamos pasar la pelota por
encima de los cables, o cuando encendíamos petardos en los huecos cilíndricos
de los postes de la luz. Su figura entre los árboles parecía manifestarse como
un zumbido grave que nunca se detenía y que surgía, y que todavía surge, desde
las profundidades de su roca. Era la autoridad de contrapeso que envalentonaba
a la patota infantil a desoír el llamado para regresar a comer antes del
anochecer.
Bajo esa influencia surgen mis primeros
recuerdos. No hace calor, pero hay mucha luz y estoy con pantalones cortos,
apoyado en un muro de ladrillos fiscales, de esos irregulares que dejan
pequeños bordes para trepar, dándole la espalda al cerro, mirando con mi mamá
como unos aviones Hawker Hunters de la Fuerza Aérea –no me acuerdo cuantos–
vuelan de norte a sur durante el golpe militar de 1973. Siempre supuse que
había sido testigo del bombardeo de La Moneda, pero me he enterado hace poco
que probablemente eran uno o dos aviones que avanzaban hacia Tomás Moro, para
dejar caer sus proyectiles sobre la casa de Salvador Allende.
Después, en el colegio, durante los
entrenamientos de deporte, temblábamos ante la llegada de los martes y los
jueves cuando teníamos que subir las laderas del cerro, trotar por un sendero
estrecho, a veces bordeando un canal, y bajar por la empinada pendiente hacia
el terminal de micros en La Pirámide, ladera que hoy ofrece una larga escalera
bien construida hacia el primer hombro del Carbón. Exhaustos después de la
primera vuelta nuestro entrenador nos preguntaba “¿no pueden más? … bien, ahora
empezamos entonces”. Lección de vida. “Y si no regresan todos juntos, dan otra
vuelta”. Otra lección.
En el año 1982 el desborde del río
Mapocho y la inundación de sus riberas nos hizo testigos del proceso geológico
que ha cubierto el valle de Santiago. Y mientras evacuábamos de madrugada en
camiones militares, las calles cubiertas de barro, el Manquehue permanecía
oscuro y silencioso observando cómo se depositaba una delgada capa adicional de
sedimentos sobre sus dominios.
Pablo Chiuminatto. Sin título. Óleo sobre tela, 50 x 50 cm, 2005.
Biodiversidad sinóptica
Gary Snyder dice que “la naturaleza no
es un lugar para visitar, es el hogar”. Es probable que el
atractivo de pasar tiempo en los cerros incluya también descubrir el placer de
cohabitar parajes con otras especies, al menos temporalmente. El Manquehue revela, igual que otros paisajes, que para apreciar la
biodiversidad de un lugar se necesita tiempo extendido. Un día, un ascenso, un
avistamiento. En una ocasión puede ser una turca con su canto intenso y
lastimero, que con un poco de suerte alcanza a mostrar su cola parada y su
cuerpo ágil sobre las piedras. Otra puede ser una más esquiva perdiz
voluminosa, o codornices corredoras y conversadoras, pitíos o carpinteritos si
se pone atención al martilleo en las ramas delgadas de los árboles o arbustos.
El picaflor gigante aparece en ocasiones. Tiuques patrullan permanentemente, y
si se es más afortunado se avistan pequenes, peucos, cernícalos, aguiluchos,
águilas y cóndores en alto vuelo, al tiempo que los planeadores, ganan altura y
realizan acrobacias exquisitas, haciendo zumbar sus alas cerca de los
excursionistas. Diucas, diucones cazadores, fío-fíos estacionales, loicas,
tordos, raras, tencas, jilgueros, golondrinas y muchos más se agitan bajo el
sol. O chincoles meten sus cabezas en los chaguales y aparecen con la frente
teñida de naranjo brillante.
A veces se dejan ver zorros curiosos,
pequeños, que como apariciones fantasmales del tierral atraviesan rápidamente
una zanja buscando todo tipo de lagartijas, un ratón degú, un cururo o un
conejo, y se esconden detrás de un matorral en un filo cercano a los
murallones, o enfilan veloz —pero templadamente –cerro abajo, practicando el
abandono de su cola alzada mientras se sumergen en la profundidad. Un piño de
cabras blancas se asoma tal vez cerca de la cumbre donde pastan como si el
cerro fuese su gran corral, o yeguas con sus potrillos se apoderan del
portezuelo. La detención de la marcha es instantánea cuando se cruza una
culebra de cola corta o larga, o una araña pollito.
En las faldas de Agua del Palo hay
todavía bosques esclerófilos adultos que albergan peumos, quillayes, litres,
bollenes y guayacanes. Los pastos que abundan en primavera y colorean el cerro
de un verde intenso pueden arder rápidamente cuando se secan producto de un
verano caluroso. La ladera norte convoca grandes reuniones de espinos y
frangeles. Las flores azules y cerosas de los chaguales, los cactus en flor,
las alstroemerias, las añañucas, y los claros repletos de manzanillas permiten
pausas introspectivas, pero no voy a pretender describir con propiedad la flora
del cerro porque, como escuché alguna vez mientras recorría senderos
cordilleranos, I don’t want to carrilearme.
Después de decenas de ascensos los
avistamientos se comprimen como las páginas de una guía de observación, y
partir una vez más responde al goce de recorrerlas comprendiendo el cuerpo
completo de esa guía. Quizá toda atracción responda a una lógica de repetición,
como si reiterar permitiese acumular delgadas capas de miradas, percepciones, puntos
de vista. Aun así, es difícil capturar las inagotables dimensiones del
Manquehue cuando se escala por el trayecto unidimensional del filo.
A diferencia del ascenso por la línea,
si se baja por la arista oeste de la cumbre hacia el Carbón se llega a un gran
alero que crea una atmósfera húmeda, donde la forma cóncava y la densidad de la
roca invitan a percibir y pensar el cerro íntegramente. Al otro lado, en un
sector de escalada, bajo el morro Lo Curro, existe otro gran paredón, con el
cielo negro teñido por miles de fogatas avivadas por personas que han convivido
con su materialidad y la biodiversidad por milenios. Desde su profundidad
aflora una vertiente pequeña donde toman agua negra unas codornices indecisas.
Mirando el valle desde estos paredones fríos que cubren nuestra espalda, la
compleja historia natural y cultural se expande, lo cubre todo, penetra,
protege, conecta con un pasado distinto: con la espera, lo propio, lo
primitivo, lo perdido. El misterio pareciera disiparse en un plano donde las
palabras escasean. La misma sensación domina en otros aleros rocosos como el
Paredón de la Manos, frente a Cerro Castillo en Aysén. Allí existen apenas unos
pocos intentos de excavación, me dijo Pancho Mena, un experimentado arqueólogo,
reflexivo y templado, mientras nos sorprendíamos con manos y guanacos pintados
de rojo sobre las rocas en un territorio del futuro.
Pablo Chiuminatto. Sin título. Óleo sobre tela, 114 x 200 cm,
2006. Colección Banco Security Chile.
Un buen lugar
Cualquiera sea la evaluación que finalmente hagamos de un pedazo de
tierra, por profunda o precisa que sea, la encontraremos inadecuada. La tierra
mantiene una identidad propia, aún más insondable y sutil de lo que podemos
comprender.
Barry López, Sueños del Ártico
El último mensaje que recibí de Pablo
Chiuminatto, pensador, artista y amigo, que se nos arrancó tempranamente, fue
que quería conversar sobre el cruce entre la evidencia científica y las
creencias religiosas, que era el área en que la había estado trabajando últimamente.
“Te escribo cuando vuelva”, me dijo.
Lo mío no es el cruce entre ciencia y
religión. Pero las faldas del Manquehue, al menos donde hoy se emplaza El Mercurio, estuvieron pobladas hace cerca de dos mil años por comunidades pequeñas y
dispersas pertenecientes a culturas alfareras. Ahí, un sitio funerario con
ajuares y ofrendas da cuenta de la concepción sagrada de sus . Incluso ahora,
al otro lado, por la subida de Los Trapenses en La Dehesa, al costado del
puente Madre Tres Veces Admirable, una construcción reciente del grupo
Schoenstatt persiste en la adoración mariana a la sombra del cerro, quizá
inconsciente de la fuerza de la roca en esculpir supersticiones. Hoy la ciudad
y sus habitantes envuelven el Manquehue prácticamente por completo, aportando
un significado distinto a su categoría de cerro isla. Una isla de roca en medio
de un océano de frenética actividad cultural. Pero los dos mil años de
presencia humana en sus faldas confirman que sus atractivos no pertenecen solo
a nuestra generación, sino a una constante condicionada por el talante de su
figura. Quizá la ciencia y religión de Chiuminatto eran algo más parecido a
ciencia y sensibilidad, o el intento de describir en palabras la sensación de
cobijarse en un paredón rocoso.
Con tantos ascensos y descensos,
percibiendo a veces los ecos de una dimensión, a veces los de otra, comienza a
aparecer la vista panorámica de un territorio. Y no parece extraño suponer que
el principal atractivo de subirlo sea, en el fondo, exponer el vínculo indisoluble
entre materialidad y sensibilidad.
Chiuminatto dedicó también tiempo a
entender esta relación. Planteó que el espíritu nómade del viajero se funde con
las fronteras del territorio, y que la repetición de este ejercicio, con
multiplicidad de visiones y circunstancias, contribuye a establecer la
representación que hacemos de los espacios. El cerro enseña, incompleta y
pausadamente, sobre biodiversidad, sobre geología, sobre psicología, sobre
ritmos cardíacos, sobre símbolos, memoria y emociones, sobre historia e
introspección. Es una visión extendida que, como dicen Barry López y Pablo
Chiuminatto, nunca podremos capturar íntegramente. Pero el deseo de comprender
nos mantiene en la búsqueda y en la experimentación, por inútil que parezca.
Porque es finalmente en esos vacíos insondables, en la crisis de lo
desconocido, donde reside la libertad que ofrecen los paisajes salvajes.
Claro que hay algo de candidez en pensar
que la libertad se encuentra en las montañas, cuando somos las personas quienes
posibilitamos o dificultamos la libertad. Pero en tiempos de política sombría,
de desinformación promovida desde las máximas esferas de autoridad, de
destrucción de la cohesión social y de atracción maldita a pantallas
intrascendentes es crucial, como sostiene Hannah Arendt, mantener la
creatividad y la audacia como esencia de la condición humana para hacer del
mundo un buen lugar. Reflexionar, amar y caminar sobre montañas como el
Manquehue, en paisajes volcánicos y plutónicos imborrables, permanentemente
presente con su materialidad implacable, con su presencia magnética, ayuda a
cultivar la claridad y desobediencia necesaria para ello.
Un centenar de ascensos no disminuyen la
atracción de explorar sus pendientes. Bajo esa óptica, no es sorprendente que
una vez terminada la expedición familiar mi única opción fuese comenzar a
trabajar rápidamente para los doscientos. No pretendo responder a la obsesión
de un número caprichoso, sino tener la oportunidad de gozar muchas veces el
carácter siempre misterioso de este cerro, y de todos los cerros, que recuerdan
la necesidad de habitar sus texturas crudas, ásperas y sin sentimientos para
proyectar libremente nuestra frágil humanidad.6
2.Mario Vergara,
“Informe geológico preliminar sobre el cordón del Cerro Manquehue”, Revista
Minerales (1966). Depto. de Geología Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas Univ. de Chile.
3.Ver Julie A. Cantelon
y Grace E. Giles, “A Review of Cognitive Changes During Acute Aerobic
Exercise”, Frontiers in Psychology vol. 12, 15 de diciembre de
2021.
https://www.frontiersin.org/journals/psychology/articles/10.3389/fpsyg.2021.653158/ful
4.Ver Jennifer Etnier,
Samuel W. Kibildis y Samantha DuBois, “Exercise and Acute Cognitive
Enhancement”, Current Topics in Behavioral Neuroscience 67
(2024):79-102.
5.Traducción propia de
Gary Snyder, The Practice of the Wild, Counterpoint Press
(Berkeley, 1990).
6.Mis agradecimientos a
Ernesto Ayala, compañero de montaña y editor.