miércoles, junio 18, 2025

Uno, dos ultraviolento Los Violadores

 Uno, dos ultraviolento – La Naranja Mecánica – Nadsat

Desde que escuché la canción por primera vez (allá por los 80’s), había partes en la letra que no alcanzaba a entender, pensé que a lo mejor eran jerga de Argentina, y con el tiempo le perdí un poco el interés, aunque cada vez que la volvía a escuchar renacía el deseo por descifrar las palabras en muchos casos sin exito…


Uno, dos ultraviolento

Los Violadores.


Uno, dos ultraviolento.

Uno, dos ultraviolento.

Uno, dos ultraviolento.

Uno, dos ultraviolento.


Varias debotchas/muchachas caminan por ahí

mueven sus scharros/nalgas con frenesí

los málchicos/muchachos de cuero nos queremos divertir

con mis drugos/amigos al ataque vamos a ir.


Y ahora qué pasa, eh?

Y ahora qué pasa, eh?

Y ahora qué pasa, pasa:

Uno, dos ultraviolento.


Sin militsos/Policia en la esquina es más fácil para mí

el dremcrom/la doga en la goloba/cabeza me hace decidir

la de grudos/pechos más bolches/grandes la quiero para mí

crobo/sangre rojo entre sus lapas/patas les haremos salir.


Y ahora qué pasa, eh?


Nos quieren transformar, no lo lograrán

no lo lograrán. No, no lo lograrán.

No, no.


Tiempo después un amigo me dijo que las palabras en cuestion provenían de la película «La Naranja Mecánica» (A Clockwork Orange) de Stanley Kubrick, y efectivamente, al ver la película logré encontrar las concordancias, deduciendo algunos significados, pero aún así quedaban algunas palabras en el aire; navegando por internet (en realidad lo hice hace un tiempo, pero recién termino el post) me encontré con algunas páginas con los significados de las palabras de este peculiar lenguaje Nadsat.


En la novela de Anthony Burguess titulada “La naranja mecánica”, base literaria de la célebre película del mismo nombre dirigida por Stanley Kubrick, el protagonista es Alex, joven de 15 años y líder de un grupito de muchachos que siembran el terror en las calles de un Londres intemporal donde a veces y para la guerra nocturna las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos. Alex habla una mezcla de inglés y de nadsat, la jerga de estas pandillas juveniles.


Él y sus drugos (amigos) se enfrentan a otras pandillas, consumen galones de leche adobada con drogas, visten a la última moda, asaltan y tolchocan (golpean) salvajemente a los viejos, se regocijan haciendo manar el crobo (sangre) de sus víctimas y se entregan sin reservas a un hedonismo primitivo y sin límites.


En uno de sus pasajes, Burguess pone en boca del joven Alex la siguiente anécdota: Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con BillyBoy y sus cinco drugos. Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente.


Nadsat es una jerga juvenil inventada por Anthony Burgess para su novela La Naranja Mecánica. Ésta toma gran parte de sus términos de lenguajes eslavos, sobre todo el ruso. En realidad fue popularizada por la versión cinematográfica de Stanley Kubrick (aunque esta se denota mucho mas en el libro que en la pelicula). En la película se realiza una depuración y adaptación de los términos para facilitar la comprensión de los espectadores. Debido a la influencia de la película, algunas palabras como drugo (amigo), Bogo (Dios), moloco (leche), glaso (ojo) se usaron algún tiempo entre los jóvenes de la época, aunque de forma muy limitada y no terminaron de calar en el lenguaje popular.


Diccionario Nadsat

Apología*= disculpas


Bábuchca= anciana

Besuño= loco

Biblio= biblioteca

Bitba= pelea

Bogo= Dios

Bolche= grande

Bolnoyo= enfermo

Boloso= cabello

Brachno= bastardo

Brato= hermano

Bredar= lastimar

Britba= navaja

Brosar= arrojar

Bruco= vientre

Bugato= rico


Cala= excremento

Cancrillo*= cigarrillo

Cantora= oficina

Carmano= bolsillo

Cartófilo= papa

Clopar= golpear, llamar

Cluvo= pico

Colocolo= campanilla

Copar= entender

Coschca= gato

Coto= gato

Cracar*= golpear, destruir

Crarcar*= aullar, gritar

Crastar= robar

Crichar= gritar

Crobo= sangre

Cuperar= comprar


Chai= té

Chaplino*= sacerdote

Chascha= taza

Chaso= guardia

Cheloveco= individuo

Chepuca= tonteria

China= mujer

Chisna= vida

Chistar= lavar

Chudesño= extraordinario

Chumchum= ruido

Chumlar*= murmurar


Débochca= muchacha

Dedón= viejo

Dengo= dinero

Dobo= bueno, bien

Domo= casa

Dorogo= estimado, valioso

Dratsar= pelear

Drencrom*= droga

Drugo= amigo

Duco= asomo, pizca

Dva= dos


Eme*= mamá


Filosa= mujer

Forella= mujer

Fuegodoro*= bebida


Gasetta= diario

Glaso= ojo

Gloria*= cabello

Glupo= estúpido

Goborar= hablar, conversar

Goli*= unidad de moneda

Golosa= voz

Golová= cabeza

Gorlo= garganta

Grasño= sucio

Gronco= estrepitoso, fuerte

Grudos= pechos

Guba= labio

GuIar= caminar


Gufar= reir


Imya= nombre

Interesobar= interesar

Itear= ir, caminar, ocurrir


Joroschó= bueno, bien


Klebo= pan


Lapa= pata

Litso= cara

Liudo= individuo


Lontico= pedazo, trozo

Lovetar= atrapar

Lubilubar= hacer el amor


Málchico= muchacho

Malenco= pequeño, poco

Maluolo*= mal, malo

Maslo= mantequilla

Mersco= sucio

Meselo= pensamiento, fantasía

Mesto= lugar

Militso= policía

Minuta= minuto

Molodo= joven

Moloco= leche

Mosco= cerebro

Munchar*= masticar, comer


Nachinar= empezar

Nadmeño= arrogante

Nadsat= adolescente

Nago= desnudo

Naito= noche

Naso= loco

Niznos= calzones

Nocho= cuchillo

Noga= pie, pierna

Nopca= botón

Nuquear= oler


Ocno= ventana

Ochicos= lentes

Odinoco= solo, solitario

Odin= uno

Osuchar= borrar, secar


Pe*= papá

Pianitso= borracho

Pischa= alimento

Pitear= beber

Placar= gritar

Platis= ropas

Plecho= hombro

Plenio= prisionero

Plesco= salpicadura

Ploto= cuerpo

Poduchca= almohada

Polear= copular

Polesño= útil

Polillave*= llave maestra

Ponimar= entender

Prestúpnico= delincuente

Privodar= llevar, conducir

Ptitsa= muchacha

Puglio= miedoso

Puschca= arma de fuego


Quilucho= llave

Quischcas= tripas


Rabotar=trabajar


Radosto= alegrla

Rascaso= cuento, historia

Rasdrás= enojo, cólera

Rasrecear= trastornar, destrozar

Rasudoque= cerebro

Rota= boca

Ruca= mano, brazo


Sabogo= zapato

Sacarro= azúcar

Samechato= notable

Samantino= generoso

Sarco*= sarcástico

Sasnutar= dormir

Scasar= decir

Scolivola*= escuela

Scorro= rápido

Scotina= vaca

Scraicar= arañar

Scvatar= agarrar

Schaica= pandilla

Scharros= nalgas

Schesto= barrera

Schiya= cuello

Schlaga*= garrote

Schlapa= sombrero

Schlemo= casco

Schuto= estúpido

Silaño*= preocupación

Siny= cine

Sladquino= dulce

Slovo= palabra

Sluchar= ocurrir

Slusar= oír, escuchar

Smecar= reír

Smotar= mirar

Snito= sueño

Snufar*= morir

Sobirar= recoger

Sodo*= bastardo

Soviet= consejo, orden

Spatar= dormir

Spachca= sueño

Spugo= aterrorizado

Staja*= cárcel

Starrio= viejo, antiguo

Straco= horror

Subos= dientes

Sumca= mujer vieja

Svonoco= timbre

Svuco= sonido, ruido

Synthemesco*= droga


Talla= cintura

Tastuco*= pañuelo

Tolchoco= golpe

Tuflos= pantuflas


Ubivar= matar

Ucadir= irse

Uco= oreja

Uchasño= terrible

Umno= listo

Usy= cadena


Varitar= preparar

Veco= individuo, sujeto

Velocet*= droga

Vesche= cosa

Videar= ver

Vono= olor


Yajudo*= judío

Yama= agujero

Yarboclos*= testículos

Yasicca= lengua

Yecar= conducir un vehículo


A propósito, sabías que el bar que aparece en la película es el Voloko, el mismo bar de «Trainspoting»?

o que Stanley Kubrick solicitó a la agrupación Pink Floyd, utilizar la música de su disco «Atom Heart Mother» para la película, pero la banda lo rechazó.? Esta y más notas curiosas en: Curiosidades de la Naranja Mecánica.

lunes, junio 16, 2025

From whom the bells tolls

 Make his fight on the hill in the early day

Constant chill deep inside
Shouting gun, on they run through the endless grey
Oh they fight, for the right, yes, but who's to say?
For a hill, men would kill, why? They do not know
Stiffened wounds test their pride
Men of five, still alive through the raging glow
Gone insane from the pain that they surely know
For whom the bell tolls
Time marches on
For whom the bell tolls
Take a look to the sky just before you die
It's the last time you will
Blackened roar, massive roar fills the crumbling sky
Shattered goal fills his soul with a ruthless cry
Stranger now are his eyes to this mystery
Hears the silence so loud
Crack of dawn, all is gone except the will to be
Now they see what will be, blinded eyes to see
For whom the bell tolls
Time marches on
For whom the bell tolls

Metallica

Lucha en la colina al amanecer.
Un frío constante en lo profundo.
Gritando a diestro y siniestro, corren por la interminable grisura.
Oh, luchan por el derecho, sí, pero ¿quién sabe?
Por una colina, los hombres matarían, ¿por qué? No lo saben.
Heridas endurecidas ponen a prueba su orgullo.
Hombres de cinco, aún vivos a través del resplandor furioso.
Enloquecidos por el dolor que seguramente conocen.
Por quién doblan las campanas.
El tiempo avanza.
Por quién doblan las campanas.
Mira al cielo justo antes de morir.
Es la última vez que lo harás.
Rugido ennegrecido, un rugido masivo llena el cielo que se desmorona.
Un objetivo destrozado llena su alma con un grito despiadado.
Extraños ahora son sus ojos a este misterio.
Oyen el silencio tan fuerte.
Al amanecer, todo se ha ido excepto la voluntad de ser.
Ahora ven lo que será, ojos cegados para ver.
Por quién doblan las campanas.
El tiempo avanza.
Por quién doblan las campanas.

sábado, junio 14, 2025

 

Andrés Couve

Manquehue
Porfía de una búsqueda

¿Por qué subimos cerros? La ascensión número cien al cerro Manquehue, bien puede ser una excusa para sondear esta pregunta un tanto inabarcable.

 

·         3 junio, 2025

·         29 mins de lectura

https://revistaplural.cl/wp-content/uploads/2025/06/Manquehue_M_Couve.jpg

Cerro Manquehue, una ilustración

Mateo Couve. Sin título. Acuarela sobre papel, 10 x 15 cm, 2025.

 

Principio del formulario

Final del formulario

A Pablo Chiuminatto, por todas las ideas y todas las acciones

 

La selección natural nos ha diseñado —desde la estructura de nuestras células nerviosas a la estructura del dedo gordo del pie— para una trayectoria de caminatas estacionales a través del abrasador territorio del matorral o del desierto.

Bruce Chatwin, Los trazos de la canción

¿Y si nos vamos al cerro? La alarma a las cuatro y media de la mañana, un sábado de diciembre, me sacó sorpresivamente del sueño. Después de unos segundos de rebeldía contra planes que, con exceso de optimismo, yo mismo diseño, moví suavemente a mi esposa susurrándole que ya era hora. Luego desperté a los niños, uno a uno, motivándolos con la promesa de cumbre a pesar de la oscuridad. Nos vestimos rápidamente y, medio dormidos, apuramos un desayuno necesario para resistir la expedición. Aparenté desentenderme de sus caras de desacuerdo. Qué cosa tan importante podría estar pasando que el papá me saca de la cama a esta hora, parecían decir. Al menos, pensaba, no iba a disponer de autoridad por mucho más tiempo para empujar proyectos familiares de este tipo, así que era mejor aprovecharla. A las cinco y cuarto estábamos estacionados esperando al segundo grupo, y a las seis ya habíamos comenzado el ascenso al cerro Manquehue por Vía Roja, su acceso más transitado. Se trataba de una excursión especial, pues había convencido a un equipo de once personas –señora, hijos, hermanos, sobrinos, pololas– de acompañarme en el ascenso número cien desde que comencé a registrarlos en una pequeña libreta con un pajarito amarillo en su portada.

Durante la pandemia se me ocurrió subirlo por primera vez para despejar la cabeza de los líos y dificultades del Ministerio de Ciencia, que entonces dirigía. Lo repetí varias veces en dos o tres días, como para convencerme que ascender ese gigante de mi niñez era un objetivo alcanzable. No me detuve más, conmovido por la invitación de las montañas a transformar lo que en un inicio parece imposible en algo posible gracias a la simple capacidad humana de dar un pequeño paso tras otro. “Disciplina es lo imposible conquistado por la obstinada repetición de lo posible”, dice Frédéric Gros.

Una de las ventajas de subir en grupo antes del amanecer es aplacar el miedo del inicio en penumbra. Más que las dificultades de la montaña, en solitario atemoriza la oscuridad. Llenan de ansiedad los leves crujidos de los matorrales que se amplifican con el silencio de la mañana, las sombras que se cruzan sin aviso con el movimiento de la linterna frontal, o ese reflejo, el eye shine, que genera la misma linterna en una delgada película de la retina de algunos animales que actúa como un espejo para mejorar su visión en la oscuridad, su tapetum lucidum. Un crepúsculo de miedo a lo natural y a lo sobrenatural.

Después de un esfuerzo colectivo, haciendo relevos para motivar a las más pequeñas y luego de un par de pausas para tomar agua y mirar la ciudad, alcanzamos la cima polvorienta del cerro en una hora y media. Aunque lejos de ser una proeza geográfica, de esas que conquistan las portadas de revistas especializadas y convierten a sus protagonistas en héroes de la gravedad, celebramos alegremente con un par de perros haciendo esfuerzos por aparecer en el retrato obligatorio de cumbre.

He alternado entre metas muy distintas durante los ascensos. Al principio me propuse sólo alcanzar su cumbre; luego alcanzar su cumbre sin detenerme; más tarde vencer neuróticamente marcas de tiempo; o subir con objetivos más sensibles para descifrar distintos códigos de su naturaleza. En uno de mis primeros ascensos, y ya pronto a salir del cerro un domingo en la mañana, me encontré con una joven subiendo con lápices, cuadernos, libros, reglas, todo fuera de la mochila donde me imagino llevaba además agua y una fruta. “¿Dónde vas con tantos materiales?” le pregunté. “A estudiar“, me dijo. Y cuando ya había quedado atrás remató: “… ¡a las personas!”.

Al Manquehue acuden principalmente excursionistas. Algunos llevan años subiendo y reflexionando. Los veo repetidamente con su sentido de propiedad del cerro: suben su cerro. Lo visita también un jinete silencioso, proveniente del rancho patagónico que sobrevive en la ladera que baja hacia Santa María, que se pasea temprano en su caballo siguiendo senderos por la cota junto a un perro de campo. Atrae a deportistas que suben y bajan a velocidades imposibles, a escaladores que se desvían en el estacionamiento antes de unirse a aquellos que siguen senderos, a grupos familiares con mascotas y equipo inadecuado, a parejas recientes –una al menos he sabido que, manta en mano, subió premeditadamente para hacer el amor en la cumbre–, y extranjeros que disfrutan un espacio de encuentro con sus compatriotas después, me imagino, de otra espinosa semana de aclimatación en el país. Por su exigencia y cercanía a la ciudad es ideal para entrenar con frecuencia, ya sea en preparación para expediciones de mayor envergadura o en el purgatorio de tiempo que queda abandonado entre ellas.

https://revistaplural.cl/wp-content/uploads/2025/06/Manquehue_A_Couve.jpg

Vista del Manquehue desde el cerro Alto de las Vizcachas. Fotografía de Andrés Couve, 2024.

A los visitantes frecuentes se nos hace difícil, después de un tiempo, no nombrar obsesivamente los rincones para registrar nuestro avance en el sendero. Porque nombrar ayuda a comprender, incorporando lo desconocido a nuestra esfera de acción. Los aborígenes australianos relatan que sus ancestros totémicos vagaban por el continente en tiempos-de-sueño, cantando los nombres de todos los hitos del camino, gestando fluidamente la creación del mundo a partir de hilos geográficos invisibles. Transformaban sus mapas en canciones, trazos, para orientarse en el vasto laberinto del territorio, traspasando de generación en generación su mítica cartografía musical. “Tengo una visión de los trazos de canción extendiéndose a través de las eras y los continentes; que dondequiera que los hombres hayan caminado, han dejado un rastro de canción (del cual, de vez en cuando, podemos captar un eco)”, escribe Bruce Chatwin en Los trazos de la canción.

Existen varias alternativas para subir el Manquehue. Desde Agua del Palo, un trayecto largo y empinado, donde la flexión máxima del tobillo no alcanza para vencer el ángulo del sendero. Mediante travesías desde el Carbón o el Peñón. Desde La Dehesa, con sectores de caminata y luego un escarpado cúmulo de rocas colgantes para trepar hasta la zona poniente de la cumbre. Me cuentan que la ruta directa por la cara sur es la más difícil y técnica, con rocas inseguras que se desprenden con facilidad, pero la verdad es que nunca me he aventurado.

La que más empleo es la de Vía Roja, a veces cortando las esquinas para avanzar más rápido, otras con tiempo para apreciar cómo amanece la cordillera con su corona anaranjada. La canción-mapa por el acceso de Vía Roja tendría versos que hablan del “portón metálico“, del “puente de gallinero“, del “quincho presumido“, de la empinada ladera “recte ad ardua“ apenas iniciado el sendero, del “río seco”, del “parque” –donde muchas veces corre una brisa tibia y, si se tiene un poco de suerte, desde una pequeña banca bajo los árboles se sienten los potreros repletos de flores–, de la “bifurcación” donde se separan los excursionistas dependiendo de la exigencia a la que se someten voluntariamente, de la “emboscada”, un sitio ideal para los maleantes, la “montura”, una alternativa al portezuelo, el “istmo”, el “mirador sobre un tronco” para tomar un respiro, el “giro rocoso amplio”, el “giro estrecho”, la “horquilla de raíces” erosionada y resbalosa en el calor del verano, la “escalinata corta de rocas”, la “cortapluma”, porque hay que dar unos pasos para allá, otros para acá y otros más para allá, la “escalinata larga”, el “tobogán”, que exige el movimiento de un ninja, la “falsa cumbre” –o “el lugar donde mueren los hombres” como me dijo una amiga que probablemente ha subido mucho más veces que yo–, las “rocas para las manos” –el mejor lugar para resolver problemas cuando el cansancio ya ha dado pie a la respiración rítmica y a la meditación del presente absoluto–, el “lecho de las piedras sueltas”, el “lecho de las piedras apretadas”, que muestra la roca más desnuda en la altura expuesta a la erosión, ya casi estamos… el “serpenteante sendero a la cumbre”, que aparece como una señal de esperanza, la “última vuelta”, las “rocas del viento”, la “cumbre de los cóndores”, y la “cumbre de la placa”, en homenaje al montañista chileno fallecido en el K2, Juan Pablo Mohr, que inició su pasión por las montañas en este cerro menor aunque severo.

Pero esta es sólo una estrofa de la canción que construyen las miles de almas que deambulan por sus senderos, por sus jardines salvajes y sus bosques esclerófilos a tiro de piedra de la ciudad. Las imagino cantando cada árbol, cada raíz, cada piedra y cada pendiente desgastada, mientras los vientos fríos, más intensos en la cima aplanada, soplan desde la cordillera.

Como ocurre en casi todos los cerros, unas pocas personas nunca bajan: por accidentes, o simplemente porque no todos los corazones resisten todo el tiempo. Caídas en quebradas, desorientación en la niebla, separación del grupo de expedición o paros cardíacos hacen que aún en un cerro urbano como este la muerte esté presente. Rescatistas cierran el perímetro y de pronto aparece una animita o un pequeño homenaje de recuerdo. Una condición física y fisiológica extraordinaria no es suficiente para garantizar un escape de las montañas, nadie es inmortal, menos en las alturas.

En el Manquehue, uno de los cerros más visitados de Chile, dos carteles dan la bienvenida a los excursionistas: “Propiedad en venta” dice uno; “Lo Curro no es ni da ingreso a los cerros del sector”, el otro. ¿Qué buscamos con tanta perseverancia desafiando exigencias, riesgos y restricciones? ¿Qué misterios anhelamos descifrar cerro arriba que justifiquen el esfuerzo?

 

Símbolos y rocas

Así, simplemente mirar cualquier cosa, como una montaña, con el amor que penetra su esencia, es ampliar el dominio del ser en la inmensidad del no ser. Los seres humanos no tienen otra razón para su existencia.

Nan Shepherd, La montaña viva

Rodrigo Fica, montañista y escritor chileno, asegura que lo único más inútil que subir cerros es intentar justificar por qué lo hacemos. Estar ahí pareciera ahogar cualquier necesidad de justificación. Una postura pragmática. Pero no alcanza para vencer la obstinación instintiva de la búsqueda, ni para evitar la constante interrogante sobre qué es lo que seduce. Indaguemos en posibles razones.

Mañkewe, lugar de cóndores, guardián del valle de Santiago, y dibujo de su esquiva identidad. Oratorio precolombino Apu Mañke (espíritu sagrado de la montaña de cóndores), visible desde gran parte del valle central y colosal desde las cercanías como Vita Kura (roca grande) o el Apu Kintu o Kinde (espíritu sagrado de la montaña del colibrí o de la ofrenda de coca). Colores azules tiñen su irregular y accidentado torso descabezado. Macizo y vertical, se yergue seguro mirando al río Mapocho que ha esculpido sus faldas, formando una escarpada rampa de grietas y farellones hacia los cielos estrellados del norte.

A pesar de su mediana altura, la cumbre del Manquehue entrega vistas nítidas –si la calidad del aire lo permite– en todas direcciones: la Cordillera de los Andes, la Cordillera de la Costa, los cerros isla y la metrópolis que arde a sus pies y se extiende baja, gigante y gris hacia el sur. Es la primera señal de los manchones verdes de cultivos cuando se accede a Santiago después de atravesar volando el desierto.

Una multiplicidad de perspectivas lo hacen parecer a veces un volcán, otras, si se mira desde el este o el oeste, una pirámide. Desde el sureste asemeja una figura de cartón con sus cumbres cercanas, formando un relieve de origami, cual esfinge o gigante sentado con sus brazos extendidos acogiendo el valle a sus pies. Otros argumentan que se trata de un gran cóndor mostrando su envergadura alar. Desde el cerro el Peñón se tiene una vista particular, pues se aprecia su espalda ancha junto al filo del Carbón, mucho más pequeño, ambos mirando Santiago con actitud reposada a pesar del frenesí de la ciudad. El Manquehue es tan vasto que no es difícil perderse entre sus quebradas incivilizadas, aun después de haber deambulado por sus laderas durante años.

Los miradores del Manquehue y su cumbre permiten acompañar los ciclos de la ciudad. Ciclos diarios, cuando se apagan o encienden las luces y emerge el ronquido constante de la actividad urbana. Estacionales, con solsticios calurosos e incendios que pintan el aire de amarillo, dificultan la respiración y dejan los ojos picantes. O invernales cuando la cumbre se vuelve ventosa, acumula un poco de nieve, y exige abrigo o un descenso inmediato.

A 1.638 metros sobre el nivel del mar el Manquehue, con sus compañeros, forma parte de los cerros islas de valle de Santiago, cumbres que aún sobresalen, como puntas de icebergs, de la cama de depósitos que han arrastrado los ríos desde la Cordillera de los Andes. Tiene vecinos de menos altura y menos notoriedad, como el Carbón, el cerro Peñón, el morro Gordo, la Región, el Manquehuito y el morro Lo Curro.

Hace millones de años una intensa actividad magmática en las profundidades de este rincón de la Tierra generó erupciones en la superficie dando origen a volcanes y rocas extrusivas. La misma actividad produjo enormes acumulaciones subterráneas, que mediante plutonismo forjó lo que se denominan cuerpos intrusivos, que se forman cuando el magma no alcanza la superficie. Actividad volcánica y actividad plutónica en una cuenca que se hundía al mismo tiempo entre las cordilleras. Una joven batalla de 30 millones de años entre Vulcano y Plutón, dioses paganos del fuego expulsado y del inframundo con fuego oculto, que dibuja nuestros paisajes1.

Hoy vemos la roca ígnea plutónica del Manquehue asomarse como un gigante victorioso en medio de los vestigios desgastados y las raíces geológicas del vulcanismo del barrio. Su magma solidificado, probablemente en la chimenea del antiguo estratovolcán enterrado, ha permanecido como un núcleo resistente, mientras que la erosión ha debilitado sus paredes más blandas y ha disminuido la estatura de sus vecinos.

https://revistaplural.cl/wp-content/uploads/2025/06/Monsovin-1024x768.jpg

Raymond Monvoisin. Detalle de Don Dámaso Zañartu y su familia en la chacra de Manquehue. Óleo sobre tela, 1844.

La literatura técnica plantea que esta antigua intrusión está compuesta de una roca ígnea que combina un porcentaje menor de hornblenda y una fracción dominante de plagioclasa, en una matriz de feldespato, cuarzo y otros minerales. Las características granulares de la roca del Manquehue son más finas hacia la cumbre y más gruesas en sus faldas. Su antigüedad se calcula entre 16,7 y 20,3 millones de años, en el Mioceno temprano, y corresponde al producto del último de tres episodios volcánicos, que anteriormente generaron otros cerros isla, como el Renca, el San Cristóbal y el Santa Lucía, que hoy descansa en medio del bullicio del centro de Santiago.2

Para aquellos entusiastas de la montaña, o al menos de su literatura, las rocas de su ladera sur evocan las fotografías intimidantes del Eiger, la montaña mítica y bestial de los Alpes Suizos, que, a pesar de su trágico historial, se inserta en la fascinación simbólica de los que desafían las pendientes. Ambos, como muchos otros cerros, pertenecen a imaginarios. Para los santiaguinos el cerro no es solamente una parte del paisaje urbano, sino una pieza del territorio mental. Lo aborda de forma trascendente Martín Gubbins en su poema “Contornos de Chile”:

Mis tierras

Se elevan

Enormes

Inmensas

Masivas

Monumentales

Montañas

Pináculos

Montes

Mapean

Demarcan

Dominan

Confinan

Soportan

Mis tierras.

Pero el Manquehue, como otras montañas monumentales, se desvanece y se nubla detrás de nuestras preocupaciones inmediatas, porque lo damos por sentado. Y aún si nos propusiéramos iluminarlo en nuestra psicología metropolitana nunca podríamos tener una comprensión total de sus expresiones. Es mejor asumir que, por presente que esté y por visitado que sea, va a mantener siempre el secreto de un centinela de piedra que atrae una y otra vez la mirada intencionada.

 

Fisiología de excursiones

Pero el llamado a subir un cerro como el Manquehue pareciera residir, quizá más concretamente, en sentirse bien o, tal vez, en pensar bien. “El ritmo sostenido del movimiento en una larga subida juega su parte en generar una sensación de bienestar físico, y esto no puede capturarse por ningún modelo mecánico de ascenso”, dice Nan Shepherd en su libro La montaña viva.

Sería pretencioso asumir algo de originalidad al plantear que el caminar y la exploración, ya sea dentro del propio jardín o en un nuevo continente, produce una íntima efervescencia creativa. Lo resume Frédéric Gros en Caminar, una filosofía, en el cual además de describir las tácticas de decenas de pensadores como Nietzsche, Rimbaud, Kant, Rousseau y Thoreau para gatillar la imaginación y el análisis, se adentra en las diferencias que existen entre una idea que se origina desde el caminar, de aquella que nace de un escritorio sistematizando otras ideas que también se han originado desde escritorios. Lo cierto es que los ascensos, especialmente aquellos que permiten la meditación rítmica, que con frecuencia acompaña la marcha automática, imparten una luminosidad a la actividad mental que facilita, entre otras cosas, despejar la paja del trigo, priorizar tareas o solucionar problemas y enredos.

Esta sintonía entre pensamiento y movimiento es una invitación a explorar cómo se afectan, y si mejoran, nuestras capacidades cognitivas en excursiones entre pendientes. La relación ha sido un activo campo de estudio en neurociencia desde los inicios del siglo XX. Ya en las décadas de 1920 y 1930 se experimentó con ejercicios cortos e intensos evaluando aspectos de desempeño como memoria asociativa, nuestra capacidad de recordar relaciones entre cuestiones no emparentadas3. En general los efectos durante la actividad física (la literatura diferencia lo que ocurre una vez finalizado el ejercicio) parecen ser pequeños y dependientes del tipo, la intensidad y duración del ejercicio. Por lo general, intensidades cercanas a las capacidades máximas tienen efectos negativos sobre las funciones ejecutivas (aquellas que facilitan conductas ordenadas y orientadas a objetivos concretos) y la evidencia es confusa para algunas funciones no ejecutivas (aquellas que no están relacionadas con el control activo de la conducta, la planificación o la toma de decisiones complejas), como la memoria de trabajo. Por el contrario, ejercicios moderados mejoran consistentemente la inhibición, nuestra capacidad de suprimir respuestas a estímulos irrelevantes, y la flexibilidad cognitiva, que permite el pensamiento divergente y alternar entre estados mentales, tareas y estrategias. Además, el ejercicio intenso o máximo pareciera mejorar funciones como la atención y el aprendizaje.4

Probablemente estos efectos tengan relación con la irrigación, la liberación de ciertos neurotransmisores, factores tróficos u hormonales, y al menos con la circuitería cerebral del estado de alerta. Lo que todavía falta por comprender a nivel cognitivo es un universo. Pero es atractivo pensar que mejoras en la atención, en la divergencia y en ciertos tipos de memoria abren las opciones a conocer y permiten solucionar mejor los problemas durante los ascensos.

La fisiología de lo que ocurre en el descenso debe ser muy distinta, pues nada puede desviar la atención de las “neuronas de agarre”, un nombre de fantasía para referirse a aquellos circuitos dominantes cerro abajo, cuyo único objetivo es asegurar la secuencia, fuerza y precisión de los pasos sobre las rocas, para evitar que esa pequeña piedra suelta se cuele bajo la suela del zapato y nos haga perder el equilibrio, con las consecuencias físicas –y al decoro– de una caída estrepitosa. “Descender por crestas rocosas y pendientes de acarreos es una especialidad en sí misma. Es parecido a un baile irregular –que cambia constantemente–, un paso al andar sobre losa y piedrecillas. La respiración y la vista siempre siguiendo este ritmo desigual. Jamás regular o como un reloj, pero La mirada alerta, observando hacia adelante, eligiendo los puntos de apoyo de lo que ya viene, sin nunca perder el paso del momento. La conexión entre cuerpo y mente está tan sincronizada con este mundo accidentado, que realiza los movimientos sin esfuerzo una vez que se adquiere algo de práctica. La montaña sigue el ritmo de la montaña”5. De esta forma emula en palabras el poeta Gary Snyder, en La práctica de lo salvaje, la relación entre mente, cuerpo y montaña, y el ritmo sincopado y a contratiempo que exige la bajada entre rocas. Así, deja entrever aquellos circuitos neurales super dirigidos a vincularnos estrechamente con la pendiente y sensibles a diminutas interferencias.

 

Memorias

La sola presencia del Manquehue también nos une en recuerdos. En un breve ensayo del libro Los cuadernos de Fritz KocherRobert Walser escribe: “He vivido en ella [la montaña] tantas y tan hermosas mañanas, tardes, e incluso noches, que me resulta difícil resumir todo esto con la pluma y en una sola hora.

Como tantos, crecí con el Manquehue como telón de fondo vigilando mis juegos infantiles. Está presente mientras aprendía a andar en bicicleta, cuando tirábamos un skate con una cuerda desde esa misma bicicleta, cuando jugábamos tiro al arco contra los muros de las casas, cuando intentábamos pasar la pelota por encima de los cables, o cuando encendíamos petardos en los huecos cilíndricos de los postes de la luz. Su figura entre los árboles parecía manifestarse como un zumbido grave que nunca se detenía y que surgía, y que todavía surge, desde las profundidades de su roca. Era la autoridad de contrapeso que envalentonaba a la patota infantil a desoír el llamado para regresar a comer antes del anochecer.

Bajo esa influencia surgen mis primeros recuerdos. No hace calor, pero hay mucha luz y estoy con pantalones cortos, apoyado en un muro de ladrillos fiscales, de esos irregulares que dejan pequeños bordes para trepar, dándole la espalda al cerro, mirando con mi mamá como unos aviones Hawker Hunters de la Fuerza Aérea –no me acuerdo cuantos– vuelan de norte a sur durante el golpe militar de 1973. Siempre supuse que había sido testigo del bombardeo de La Moneda, pero me he enterado hace poco que probablemente eran uno o dos aviones que avanzaban hacia Tomás Moro, para dejar caer sus proyectiles sobre la casa de Salvador Allende.

Después, en el colegio, durante los entrenamientos de deporte, temblábamos ante la llegada de los martes y los jueves cuando teníamos que subir las laderas del cerro, trotar por un sendero estrecho, a veces bordeando un canal, y bajar por la empinada pendiente hacia el terminal de micros en La Pirámide, ladera que hoy ofrece una larga escalera bien construida hacia el primer hombro del Carbón. Exhaustos después de la primera vuelta nuestro entrenador nos preguntaba “¿no pueden más? … bien, ahora empezamos entonces”. Lección de vida. “Y si no regresan todos juntos, dan otra vuelta”. Otra lección.

En el año 1982 el desborde del río Mapocho y la inundación de sus riberas nos hizo testigos del proceso geológico que ha cubierto el valle de Santiago. Y mientras evacuábamos de madrugada en camiones militares, las calles cubiertas de barro, el Manquehue permanecía oscuro y silencioso observando cómo se depositaba una delgada capa adicional de sedimentos sobre sus dominios.

https://revistaplural.cl/wp-content/uploads/2025/06/Copia-de-Chiuminatto.jpg

Pablo Chiuminatto. Sin título. Óleo sobre tela, 50 x 50 cm, 2005.

 

Biodiversidad sinóptica

Gary Snyder dice que “la naturaleza no es un lugar para visitar, es el hogar”. Es probable que el atractivo de pasar tiempo en los cerros incluya también descubrir el placer de cohabitar parajes con otras especies, al menos temporalmenteEl Manquehue revela, igual que otros paisajes, que para apreciar la biodiversidad de un lugar se necesita tiempo extendido. Un día, un ascenso, un avistamiento. En una ocasión puede ser una turca con su canto intenso y lastimero, que con un poco de suerte alcanza a mostrar su cola parada y su cuerpo ágil sobre las piedras. Otra puede ser una más esquiva perdiz voluminosa, o codornices corredoras y conversadoras, pitíos o carpinteritos si se pone atención al martilleo en las ramas delgadas de los árboles o arbustos. El picaflor gigante aparece en ocasiones. Tiuques patrullan permanentemente, y si se es más afortunado se avistan pequenes, peucos, cernícalos, aguiluchos, águilas y cóndores en alto vuelo, al tiempo que los planeadores, ganan altura y realizan acrobacias exquisitas, haciendo zumbar sus alas cerca de los excursionistas. Diucas, diucones cazadores, fío-fíos estacionales, loicas, tordos, raras, tencas, jilgueros, golondrinas y muchos más se agitan bajo el sol. O chincoles meten sus cabezas en los chaguales y aparecen con la frente teñida de naranjo brillante.

A veces se dejan ver zorros curiosos, pequeños, que como apariciones fantasmales del tierral atraviesan rápidamente una zanja buscando todo tipo de lagartijas, un ratón degú, un cururo o un conejo, y se esconden detrás de un matorral en un filo cercano a los murallones, o enfilan veloz —pero templadamente –cerro abajo, practicando el abandono de su cola alzada mientras se sumergen en la profundidad. Un piño de cabras blancas se asoma tal vez cerca de la cumbre donde pastan como si el cerro fuese su gran corral, o yeguas con sus potrillos se apoderan del portezuelo. La detención de la marcha es instantánea cuando se cruza una culebra de cola corta o larga, o una araña pollito.

En las faldas de Agua del Palo hay todavía bosques esclerófilos adultos que albergan peumos, quillayes, litres, bollenes y guayacanes. Los pastos que abundan en primavera y colorean el cerro de un verde intenso pueden arder rápidamente cuando se secan producto de un verano caluroso. La ladera norte convoca grandes reuniones de espinos y frangeles. Las flores azules y cerosas de los chaguales, los cactus en flor, las alstroemerias, las añañucas, y los claros repletos de manzanillas permiten pausas introspectivas, pero no voy a pretender describir con propiedad la flora del cerro porque, como escuché alguna vez mientras recorría senderos cordilleranos, I don’t want to carrilearme.

Después de decenas de ascensos los avistamientos se comprimen como las páginas de una guía de observación, y partir una vez más responde al goce de recorrerlas comprendiendo el cuerpo completo de esa guía. Quizá toda atracción responda a una lógica de repetición, como si reiterar permitiese acumular delgadas capas de miradas, percepciones, puntos de vista. Aun así, es difícil capturar las inagotables dimensiones del Manquehue cuando se escala por el trayecto unidimensional del filo.

A diferencia del ascenso por la línea, si se baja por la arista oeste de la cumbre hacia el Carbón se llega a un gran alero que crea una atmósfera húmeda, donde la forma cóncava y la densidad de la roca invitan a percibir y pensar el cerro íntegramente. Al otro lado, en un sector de escalada, bajo el morro Lo Curro, existe otro gran paredón, con el cielo negro teñido por miles de fogatas avivadas por personas que han convivido con su materialidad y la biodiversidad por milenios. Desde su profundidad aflora una vertiente pequeña donde toman agua negra unas codornices indecisas. Mirando el valle desde estos paredones fríos que cubren nuestra espalda, la compleja historia natural y cultural se expande, lo cubre todo, penetra, protege, conecta con un pasado distinto: con la espera, lo propio, lo primitivo, lo perdido. El misterio pareciera disiparse en un plano donde las palabras escasean. La misma sensación domina en otros aleros rocosos como el Paredón de la Manos, frente a Cerro Castillo en Aysén. Allí existen apenas unos pocos intentos de excavación, me dijo Pancho Mena, un experimentado arqueólogo, reflexivo y templado, mientras nos sorprendíamos con manos y guanacos pintados de rojo sobre las rocas en un territorio del futuro.

https://revistaplural.cl/wp-content/uploads/2025/06/Chiuminatto_Security-1024x581.jpg

Pablo Chiuminatto. Sin título. Óleo sobre tela, 114 x 200 cm, 2006. Colección Banco Security Chile.

Un buen lugar

 Cualquiera sea la evaluación que finalmente hagamos de un pedazo de tierra, por profunda o precisa que sea, la encontraremos inadecuada. La tierra mantiene una identidad propia, aún más insondable y sutil de lo que podemos comprender.

Barry López, Sueños del Ártico

El último mensaje que recibí de Pablo Chiuminatto, pensador, artista y amigo, que se nos arrancó tempranamente, fue que quería conversar sobre el cruce entre la evidencia científica y las creencias religiosas, que era el área en que la había estado trabajando últimamente. “Te escribo cuando vuelva”, me dijo.

Lo mío no es el cruce entre ciencia y religión. Pero las faldas del Manquehue, al menos donde hoy se emplaza El Mercurio, estuvieron pobladas hace cerca de dos mil años por comunidades pequeñas y dispersas pertenecientes a culturas alfareras. Ahí, un sitio funerario con ajuares y ofrendas da cuenta de la concepción sagrada de sus . Incluso ahora, al otro lado, por la subida de Los Trapenses en La Dehesa, al costado del puente Madre Tres Veces Admirable, una construcción reciente del grupo Schoenstatt persiste en la adoración mariana a la sombra del cerro, quizá inconsciente de la fuerza de la roca en esculpir supersticiones. Hoy la ciudad y sus habitantes envuelven el Manquehue prácticamente por completo, aportando un significado distinto a su categoría de cerro isla. Una isla de roca en medio de un océano de frenética actividad cultural. Pero los dos mil años de presencia humana en sus faldas confirman que sus atractivos no pertenecen solo a nuestra generación, sino a una constante condicionada por el talante de su figura. Quizá la ciencia y religión de Chiuminatto eran algo más parecido a ciencia y sensibilidad, o el intento de describir en palabras la sensación de cobijarse en un paredón rocoso.

Con tantos ascensos y descensos, percibiendo a veces los ecos de una dimensión, a veces los de otra, comienza a aparecer la vista panorámica de un territorio. Y no parece extraño suponer que el principal atractivo de subirlo sea, en el fondo, exponer el vínculo indisoluble entre materialidad y sensibilidad.

Chiuminatto dedicó también tiempo a entender esta relación. Planteó que el espíritu nómade del viajero se funde con las fronteras del territorio, y que la repetición de este ejercicio, con multiplicidad de visiones y circunstancias, contribuye a establecer la representación que hacemos de los espacios. El cerro enseña, incompleta y pausadamente, sobre biodiversidad, sobre geología, sobre psicología, sobre ritmos cardíacos, sobre símbolos, memoria y emociones, sobre historia e introspección. Es una visión extendida que, como dicen Barry López y Pablo Chiuminatto, nunca podremos capturar íntegramente. Pero el deseo de comprender nos mantiene en la búsqueda y en la experimentación, por inútil que parezca. Porque es finalmente en esos vacíos insondables, en la crisis de lo desconocido, donde reside la libertad que ofrecen los paisajes salvajes.

Claro que hay algo de candidez en pensar que la libertad se encuentra en las montañas, cuando somos las personas quienes posibilitamos o dificultamos la libertad. Pero en tiempos de política sombría, de desinformación promovida desde las máximas esferas de autoridad, de destrucción de la cohesión social y de atracción maldita a pantallas intrascendentes es crucial, como sostiene Hannah Arendt, mantener la creatividad y la audacia como esencia de la condición humana para hacer del mundo un buen lugar. Reflexionar, amar y caminar sobre montañas como el Manquehue, en paisajes volcánicos y plutónicos imborrables, permanentemente presente con su materialidad implacable, con su presencia magnética, ayuda a cultivar la claridad y desobediencia necesaria para ello.

Un centenar de ascensos no disminuyen la atracción de explorar sus pendientes. Bajo esa óptica, no es sorprendente que una vez terminada la expedición familiar mi única opción fuese comenzar a trabajar rápidamente para los doscientos. No pretendo responder a la obsesión de un número caprichoso, sino tener la oportunidad de gozar muchas veces el carácter siempre misterioso de este cerro, y de todos los cerros, que recuerdan la necesidad de habitar sus texturas crudas, ásperas y sin sentimientos para proyectar libremente nuestra frágil humanidad.6

Notas al pie

1.https://issuu.com/patrimoniocultural123/docs/libro_manquehue_agosto_1_/

2.Mario Vergara, “Informe geológico preliminar sobre el cordón del Cerro Manquehue”, Revista Minerales (1966). Depto. de Geología Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas Univ. de Chile.

3.Ver Julie A. Cantelon y Grace E. Giles, “A Review of Cognitive Changes During Acute Aerobic Exercise”, Frontiers in Psychology vol. 12, 15 de diciembre de 2021. https://www.frontiersin.org/journals/psychology/articles/10.3389/fpsyg.2021.653158/ful

4.Ver Jennifer Etnier, Samuel W. Kibildis y Samantha DuBois, “Exercise and Acute Cognitive Enhancement”, Current Topics in Behavioral Neuroscience 67 (2024):79-102.

5.Traducción propia de Gary Snyder, The Practice of the Wild, Counterpoint Press (Berkeley, 1990).

6.Mis agradecimientos a Ernesto Ayala, compañero de montaña y editor.