lunes, octubre 02, 2023

 No sé si en algún país del mundo exista una farmacia donde, después de comprar un remedio, te regalen un poema, pero aquí en el sur de Chile sí existe una. Parece mentira o una fábula, pero doy fe de que es así. Tal vez porque en el sur todavía sobreviva intacto ese espíritu lárico y poético que alguna vez fue nuestra gran riqueza, antídoto contra la deshumanización en curso, una especie de reserva vital, como el agua que en estos parajes abunda. Mientras escribo esto, llueve. Y los queltehues y las bandurrias revolotean cerca de mi ventana y logro vislumbrar —si las nubes lo dejan— dos volcanes cerca. Y sé que otro, el Villarrica, más al sur todavía, quiere decirnos algo, quiere hablar.

La poesía es el lenguaje secreto de las cosas y de nosotros mismos, la verdadera palabra original que en algún momento olvidamos para quedar prisioneros del lenguaje instrumental de todos los días, el lenguaje que no nos dice y que no dice el mundo. Víctor trabaja en una farmacia de Puerto Varas y transcribe poemas de grandes poetas en la misma máquina donde imprime las boletas, y lo veo correr bajo la lluvia, cuando me acerco desde lejos caminando, con un poema en la mano que me entrega como el mejor antiinflamatorio o sedante del alma. Hace lo mismo con otros clientes y con mi mujer, mi Musa, a quien le deja, casi todos los días en que se estaciona cerca de la farmacia, un poema en el parabrisas. Al comienzo, estuve a punto de tener celos, pensé que podía ser un embaucador cualquiera de esos que usan el don de la palabra para envolver a las mujeres incautas; rápidamente, me di cuenta de lo mal pensado que era y entendí que la vocación de este empleado de una farmacia del sur es la de ser el heraldo de poemas que ya nadie recuerda, los poemas que están esperándonos ahí para salvarnos de las peores enfermedades de todas: la melancolía, la angustia o la apatía.

Muchos piensan que la poesía no sirve para nada, que es un adorno, una antigualla para gente romántica y desadaptada. Díganle eso a Víctor y verán cómo se pone su cara: su fe en la poesía es tan profunda, que sería como hacerlo dudar de la lluvia, de la primavera, de la amistad: todo lo que no se vende en el mercado, pero que tiene un valor incalculable en estos días, un valor muy alto, porque escasea. Sí, cada vez más escasea la poesía en nuestras vidas. A veces, a pesar de haberla enseñado por décadas, yo mismo he llegado a dudar de que todavía exista. Pero ahí está Víctor para desmentirlo, detrás del mostrador de una farmacia sureña, o avanzando bajo la lluvia que —como la poesía— en el sur no cesa.

Farmacia viene del griego “pharmakon”, que significa remedio, droga curativa; la poesía también es una forma de pharmakon y Víctor la sabe dar en dosis exactas. Víctor, oriundo de Pudahuel, se vino de Santiago al sur, como muchos chilenos y chilenas que huyen de una megápolis cada vez más hostil, buscando la aldea perdida que todo chileno lleva adentro, esa aldea donde todavía hay tiempo para conversar y mirarse cara a cara en las esquinas, para perder el tiempo, o sea, ganarlo. Víctor se vino al sur, como muchos, no para “hacer” algo, sino para “ser”. Me cuenta que en las poblaciones donde él caminaba o practicaba atletismo cuando joven, ya no se puede salir a la calle. Me lee un fragmento de “Bello barrio”, de Mauricio Redolés: venera a Redolés, es de los poetas cuyos poemas reparte a mansalva: “Descubrí un bello barrio en Santiago de Chile/ es un barrio donde los camaradas aún no han desaparecido/ descubrí un bello barrio de luces antiguas y gente amable/ barrios en donde los poetas aún dialogan con la muerte bebiendo de madrugada (…)”. Yo digo: descubrí una bella farmacia donde además de vender remedios, te regalan poemas, descubrí a un Víctor que debiera llamarse Ángel, y mientras leía un poema por él regalado, vi que la lluvia lo borraba y que en esa lluvia no podía distinguir mis propias lágrimas. ¡Bella farmacia de palabras vivas! ¡Bello sur! (El Mercurio)

Cristian Warken

La verdad es que en este largo país hay varias iniciativas parecidas sino las mismas en diferentes rubros del comercio. Recuerdo una carnicería en el norte, Copiapó en el que el carnicero cuando las clientas le pedían un corte o una pieza especifica el les regalaba un poema a viva voz. A veces inventados por el, a veces del Romancero español. En Chiloé hay varios boliches donde hay poemas en las mesas o en las paredes o en las servilletas. Aquí en Santiago, me contó un tío que era común entre feriantes de Franklin improvisar versos para vender sus productos, incluso existió una "botillería" en Ñuble que vendía cañitas a los borrachitos del barrio a cambio de poemas a viva voz si no tenían como pagar. Y pa que decir de tantos poetas de plaza que entregaban sus poemas por unas monedas, algunos ya famosos con sus viejos poemas fotocopiados que los regalaban a cambio de una sonrisa o una picara invitación a... ¡vaya a saber uno!

Andrés Peña, amigo de lentes amarillos

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